Mientras hablábamos del
café producido ahí mismo, las verdes montañas que deleitan la vista en su balcón, los yarumos que decoran el tapiz boscoso y la rica variedad de animales silvestres que se ven a diario, un Tucán Esmeralda
se acercó lo suficiente para alelarnos y dejar la ilusión de otro mundo. Llegó don Genaro, y con su memoria indeleble se acordó de los recién llegados y replicó en nuestras mentes los
instantes de calidez con que nos extendió la bienvenida. En poco añadió un nuevo
tema a la conversación: la chicha, pero no esa que se hace con cáscara de piña
por sobre la cual pasan las moscas y ahí mismo caen, no, esa no, porque eso es
guarapo, aunque, dijo, es la única cosa que hace que su querida lo vea guapo.
Doña
Rosa le increpó –dejá de hacer bulla bobo que estoy hablando yo, calláte. Y enseguida nos regaló esta historia: Contaba entonces con seis meses de
casada y tres de embarazo, fueron de visita adonde la suegra y ella tan inocente
como si tuviera diez. No comprendía cómo querer, era tan parca que aún se lamenta de que no le
enseñó al mayorcito a amar, si acaso a ser responsable, pero eso de dar amor,
vé quejésoo, cómo se toca a alguien para transmitirle cariño si su mamá no le
dio y ella no supo cómo. En aquella visita la máma déste le dio dizque pa la
sed una totumada de chicha, pero désa de cáscara de piña, y sintió como rico,
como que le calentaba el estómago, agradable, nunca había probado nada parecido,
era como si todavía fuera de diez, ¿no le digo? Pero se estaba haciendo
tardecito y debían salir antes de que les agarrara la noche y el trecho era
largo, debían andar a pie porque no había pa más, y pal camino la suegra le ofreció
otra totumadita, como rica, ¿no?. Ya de ida debieron atravesar un paso malo,
había llovido y estaba todo barriado y en una désas se le quedó el zapatico
entre el lodo, oiga mijo ayúdeme que vea lo que me pasó (como no le gustan las
sandalias porque siempre le estropean la piel, no los tenía muy ajustados). Genaro, un muchacho delgado a cuya abundante melena le quedaban los días contados, se le
acercó, la ayudó a apartarse, se regresó por el calzado, lo limpió, desanduvo hasta ella y le ató las alpargatas antes de ponerse en pie. Fue entonces cuando lo vio como
nunca antes, tan bello, aquel muchacho atractivo de contextura recia y
extrañamente tierno, bañado por los últimos rayos de sol de la tarde, no pudo
más que ceder al encanto, tocarle la cara, acariciarle el cabello, abrazarlo reconociéndose mujer y darle el
primer beso de amor.
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